Siglos de historia nos contemplan desde este privilegiado rincón de la Serra de Tramuntana. Desde el Palacio del Rey Sancho hasta la Cartuja de Jesús de Nazaret hacen del conjunto patrimonial prácticamente único que, tal y como pudieron comprobar un importante número de ilustres huéspedes, invita a hacer un viaje en el tiempo. Pese a que, con el paso de los años, hayan cambiado tanto el entorno como sus habitantes, el espacio mantiene los destellos de su esplendor. Los percibimos en los óleos de Piero Horna, Bartomeu Lluís Ferrà o Santiago Rusiñol, cargados de color, así como en los esbozos en grafito realizados por Bernat Reüll o el viajero danés Elmar Drastrup. También podemos verlo en la producción de postales que, desde finales del siglo XIX hasta el tiempo presente, han contribuido a reforzar la idea de que la Cartuja es uno de los rincones más representativos del patrimonio histórico-artístico mallorquín. Desde las primerizas fotografías de Josep Truyols –en las que incorpora el dibujo de un xeremier a todo color– a los libritos de diez o veinte postales que editaron La Industrial (Valencia) o Ediciones Fisa (Barcelona), pasando por las icónicas imágenes que engrosaron el catálogo de Icaria o del reputado fotógrafo Joan Planas i Montanyà. En todas ellas, la Cartuja es representada como un elemento indivisible de su entorno natural y de sus gentes, así como un contrapunto importante –puede que hasta necesario– a la imagen que, desde los años sesenta, ofrecía Mallorca como paraíso mediterráneo del sol y playa.
La historia de la Cartuja, sintetizada y explicada por diversos autores como Lluís Ripoll Arbós o el célebre Vicenç Mut
“Se encuentra en la eminencia de la montaña, al lado de la villa de Valldemoza, conocido sitio por su amenidad y cielo. El convento es rico, capaz, obra real, una de las más alegres y mejores casas de todo el reino”, escribe en el tercer volumen de “Historia general del Reino de Mallorca”
construye un mito alrededor del pueblo en plena consonancia a la visión de “La Isla de la Calma”, en el que, como reflejaba Rusiñol, el tiempo parecía transcurrir mucho más lento.
Vecinos y turistas conviven en su día a día alrededor de un monumento que aparece en todas y cada una de las guías de viaje de la isla y que ha conferido a Valldemossa un halo de leyenda que, todavía, mantiene.