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No era la primera vez que el llamado «Príncipe de las Letras Castellanas» pisaba la isla. Rubén Darío pasó el invierno de 1906 y 1907 descansando en «una pequeña casita con vista a la bahía y jardín frondoso» -tal y como describiría su amigo, el cronista Enrique Gómez- situada en el barrio palmesano de El Terreno. Con él, vino su esposa, Francisca Sánchez, y su cuñada. De esta época se remonta su amistad con Joan Sureda Bimet, abogado, coleccionista y mecenas de Valldemossa que, junto con Gabriel Alomar y los hermanos uruguayos Blanes Viale, se convertirían en asiduos visitantes de las tertulias que el poeta montaba en la caseta de la calle Dos de Mayo. Fue aquí, además, el espacio en el que empezó a redactar La isla de oro, obra en prosa que nunca llegaría a concluir y que protagoniza su alter ego, Benjamín Itaspes.

A marzo de 1907, el Círculo Conservador organizó una comida en homenaje a Darío en el que participaron Joan Alcover y el propio Alomar. Al despido, el poeta, agradecido y agasajado, prometió volver a una tierra en la que, según él, le había proporcionado la paz y serenidad que otras ciudades le negaban. Tendrían que pasar seis años. Ya no era el mismo: su intermitente alcoholismo dinamitó por completo tanto su salud como la relación con Francisca, que había decidido quedarse en París. Completamente solo, se reencontraría con el matrimonio Sureda, que le recibió en su casa, el Palacio del Rey Sancho. Allí, quiso reconciliarse consigo mismo escribiendo mucho, casi a todas horas: de este período fecha un conjunto significativo de textos y cartas, destacando la Epístola a la señora de Leopoldo Lugones, Canto a la Argentina o El oro de Mallorca, también incompleta. De esta producción, en particular, destaca «La Cartuja»: un poema de ochenta versos distribuidos en veinte estrofas que, según Hedelberto Torres, leyó por primera vez ante Pilar Montaner, esposa de Joan Sureda. La suya es una plegaria contra sus propios demonios -los del alcohol- que concluye con los siguientes versos finales:

«Y quedó libre de maldad y engaño / y sentir una mano que me empujar / a la cueva que Acoge al ermitaño / o al silencio y la paz de la Cartuja».

La admiración por los monjes cartujos hizo que el propio Rubén Dario decidiera retratarse con los hábitos de esta orden religiosa, una imagen que apareció reproducida en las páginas del diario mallorquín La Almudaina. La Celda Prioral, edificada entre los años 1734 y 1771 para recibir a los visitantes de la Cartuja, reúne los elementos necesarios que permiten entender que el «Príncipe de las Letras Castellanas» había quedado tan impactado. El poema «La Cartuja», allí expuesto, sumado a otros pequeños recuerdos, evocan la segunda estancia del que, corrientemente, se considera como el máximo exponente del modernismo literario de la lengua española. Justo después de la Navidad de 1913, Rubén Darío experimentó una fuerte crisis de ansiedad que le llevó a abandonar Valldemossa. Fue un despido precipitado. Vivió atormentado sus últimos años, víctima de alucinaciones y obsesionado por la idea de la muerte. Falleció el 6 de febrero de 1916, pero su nombre, junto con los de otros importantes literatos como Azorín, Unamuno o Juan Ramón Jiménez, continua presente en uno de los edificios más singulares de la isla.

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