Existe la creencia popular de que, junto al claustro, las celdas, la biblioteca o el refectorio, la farmacia es una parte más del monasterio. Nada más lejos de la realidad: el elevado coste y su correspondiente mantenimiento hacía que sólo los monasterios de grandes dimensiones pudieran tener su propia botica, si bien es cierto que en el interior de todos ellos había espacios exclusivos para atender las necesidades médicas de los propios monjes o cualquier persona necesitada que reclamara su ayuda. Desde entonces, sus característicos jarros cerámicos, frascos de cristal y diversos utensilios de trabajo han ejercido un fuerte poder de fascinación entre los diversos visitantes.
Sus orígenes en plena Edad Media, un tanto difusos, cobran un nuevo sentido a partir del siglo XVI, cuando las farmacias se instalan dentro del mismo recinto monacal. Así pues, los monjes boticarios se convierten en una figura fuertemente apreciada entre la comunidad al hacerse cargo de las atenciones de vecinos, huéspedes y peregrinos. San Juan de Burgos, Santa María de Montserrat o San Benito de Valladolid fueron algunos de los primeros ejemplos más notables de su época. Le siguieron nuevas farmacias fechadas entre los siglos XVII y XVIII, especialmente las que, como San Millán de la Cogolla, San Benito de Sahagún o San Julián de Samos, bordeaban el célebre Camino de Santiago. En este sentido, cabe destacar también la botica del monasterio de Santo Domingo de Silos, ubicado en la parte oriental de un pequeño valle de Burgos: sus más de cuatrocientos jarros medicinales y centenares de incunables medicinales convierten a esta farmacia de principios del siglo XVIII en una de las más espectaculares de España.
Otra de las boticas monásticas más destacadas es la de Santa María la Real de Nájera en la Rioja, también ubicada en el mismo Camino de Santiago. Fue construida en el último tercio del siglo XVIII, dando servicio a la comunidad hasta 1921. Pese a no hallarse en su ubicación original, destaca por ser una de las más completas de cuantas se pueden visitar; una característica compartida con la de la Cartuja de Valldemossa, activa entre 1723 y 1895, y comúnmente considerada como una de las mejor conservadas del continente europeo. Todas ellas constituyen un importante patrimonio histórico-sanitario que, en un momento dado, merece la pena redescubrir.